Frío camina conmigo

Reseña de La raíz del aire, Alfredo Saldaña. Nautilus, abril 2024, publicada en ‘Turia Digital’ https://www.ieturolenses.org/revista_turia/index.php/actualidad_turia/frio-camina-conmigo

Permítanme señalarles que si ha habido una flor sorprendente en esta primavera, siempre tan literaria, sin duda ha sido encontrar La raíz del aire brotando en la editorial Nautilus ante los ojos de nuestra lectura admirada, pues en este poemario se abren fragantes los poemas que conforman la poesía selecta que abarca más de tres décadas de escritura de Alfredo Saldaña Sagredo, quien también ha estado al cargo de la selección, en lo que —comparando con la expresión cinematográfica— completaría el montaje en absoluta libertad de sus escenas más significativas y personales, componiendo su creación inalterada por terceros en la versión del director. Por tanto, y es importante recalcarlo, nos encontramos ante una pieza de coleccionista —por lo corto de la tirada—, pero también ante una obra fundamental en la bibliografía de Saldaña, pues se trata asimismo de una especie de piedra de Rosetta, con la que descifrar la personal codificación del mundo en lenguaje, verso a verso, que el poeta y catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura comparada nos ofrece en esta obra ordenada y escogida en la que todo es sentido, camino, invierno e indocilidad.

Creo que acertaríamos aproximándonos a esta antología —y, al contemplar las relaciones entre entes tales como el ser y el lenguaje, también ontología— predispuestos a sentirla como prueba de vida, de haber filtrado el tiempo a través, como una clepsidra, y abiertos a apreciar que esta escritura ha sido concebida —consecuentemente— como “herida abierta”, como coagulación del plasma literario del autor, quien se dice convertido en “un personaje de ficción cuya sangre alguien está transformando en la tinta impresa de este texto: soy ya un texto, tejido textual, cuerpo devenido en discurso que fluye como la corriente rebosada del río”. Desde este torrente mana una voz y un ordenamiento cartesiano por el que avanza el caminante, siendo el sistema de representación —por su posicionamiento a la hora de figurar esa función poética—  muestra de rebeldía y de resistencia, pues es consciente de la penetración de una suerte de dominación global en toda la extensión de nuestra existencia y “¿quién diría sin temblar «esta boca es mía» en contra del tirano”; dejándolo así ya dicho. 

Por su parte, las magnitudes en torno a las que se organizan sus tres ejes son la soledad, el frío y el silencio —de los que hablaremos más adelante y que tienen sus apoyos en las citas de apertura que, como tres pilares, sustentan estos conceptos respectivamente: “el camino no es indulgente para el que se desvía”, Edmond Javes; “el corazón de la eternidad habita en el relámpago”, René Char; y “estábamos muertos y podíamos respirar”, Paul Celan—, pero que encuentra sus parámetros más significativos, condicionando a aquellas tres variables, en la debilidad, la incertidumbre y el desequilibrio, puesto que en el avance —mientras que un pie sustenta el peso del cuerpo que se alza en el aire—, hay una inestabilidad, un desequilibrio mientras que el cuerpo se proyecta hacia adelante, hasta topar con la verdad firme del paso que se completa, propulsándose hacia un progreso nuevo, siempre precario y firme a la vez. Sabedor de la flaqueza consustancial al individuo, de su gran dificultad para manejar y recomponer los cortantes pedazos de la verdad, observando la pendular vacilación de cualquier mínimo progreso, Saldaña nos ofrece firmeza para avanzar, como funámbulos, por un páramo desierto extendido como cuerda floja ante la conciencia del ser y el verbo con el que se pronuncia a sí mismo.

El autor nos expone que el propósito de su obra es ser testigo como “flor de un día” que ha brotado para “dar cuenta de una relación con el lenguaje” de la que es relator para sí: para todos. Como anticipábamos, el primero de los ejes de este sistema no euclídeo por el que se mueve su función lingüística es el del silencio —en el que aún respiramos— como obvio contrapeso del lenguaje y su semántica; como pauta en su pentagrama; como lindero en un páramo; como línea que dibuja una silueta reconocible alrededor de cada palabra, de cada párrafo, de cada libro… y que es recurso que usa al “pasar, delimitar la vida con la voz,/ disolver la existencia/ en un acontecimiento escrito,/ ir hacia el silencio”. El silencio, como elemento básico del lenguaje, como fonema mudo, emparenta simbólicamente con un vacío al que acude el viaje del poeta, pero —como veremos — es un espacio que, lejos de ser nada, es pura plenitud.

Por su parte, el frío como magnitud poética, como relámpago chariano, puede entenderse —o al menos ese podría ser uno de sus atributos principales— como metáfora del conocer, de la contrapartida prometeica a la obtención del entendimiento; del conocimiento que desentraña la complejidad y nos desvela los mecanismos más simples y dolorosos de la vida; por alcanzar a “rozar la realidad/ con el extremo afilado de una idea”. Ese conocimiento permite también al poeta “dar en la hora del frío/ testimonio de pérdidas”, puesto que lo que ha de reclamar nuestra atención en la búsqueda del discernimiento no es todo lo que aparece ante nuestra mirada, “sino lo que desaparezca cuando mires”. Quizá, por esto mismo, parece inevitable apreciar una sensación gélida devenida tras un adiós menos metafórico. No obstante, nos recuerda en Flores en el río al hablar de sus riveras florecidas, “las muertes que las abonan fortalecen la verdad  de nuestras vidas”.

Si el espacio geométrico del papel se pauta entre el silencio y el frío, el tiempo que le otorga su tercera dimensión en la escritura/lectura se mide a través del apartamiento del caminante que la recorre. Esta soledad, por su parte, creo que debería analizarse como simplificación unitaria de la existencia y que, por tanto, singularizada, es indicio de ese mundo que simboliza, tal como una figura de barro cocido en un yacimiento arqueológico es muestra de civilización, pero nos deja ante la duda de si observamos en ese viajero del tiempo la representación de un pueblo o de sus dioses, de las creencias que dio forma la mano experta del artesano, mientras que —así, como epítome de la experiencia universal de la vida sentida y pensada desde el (no)lenguaje— la soledad se muestra como lugar distinguible en el todo, en esa ausencia global de silencio que conforma el ruido universal de la multitud y su algarabía…

Por ello, el espacio de la soledad en la poesía de Saldaña es una ubicación que, lejos de empequeñecer el mundo del poeta, lo agranda, lo sublima y consecuentemente, en sus versos nos insta a “cuidar la soledad que acoge”, pues ese saber adquirido nos revela la visión del juego de espejos, la empatía, la humanidad, la vinculación al semejante a través del lenguaje que propicia el amparo del otro, es decir, del otro concebido también como reflejo unitario, lo que nos otorga la capacidad de extender la piedad adquirida en nuestro propio sufrimiento a una proyección ajena, a la otredad, al haber experimentado que  “pensar en un hombre que cae al caminar es mitigar su caída”. Complementariamente, como ya avanzáramos, esta soledad fundacional del espacio poético se despliega como apartamiento del caminante en una errancia —severa con quien se desvíe— que pide no contar el paso sino ser la propia vía de avance, pues, nos advierte, “eres migración y no nómada” y, añade más adelante, “la casa está en el camino”, es decir, andar es el lugar de acogida, en lo que sería un avance dentro del pensamiento nómada deleuziano.

Este no-lugar poético que se genera al caminar en La raíz del aire —muestra selecta de más de treinta años del deambular y el magisterio poético de Alfredo Saldaña—,  no se construye como suma de ladrillos, sino que se excava como hueco en la página, como un vacío que nombra —acorde con el silencio— y que, a la vez, fuera un cuenco en el que todo cupiera, también toda la luz del mundo, alcanzando a proyectar ante el lector un vacío absolutamente pleno, rotundo y pertinente en un momento histórico en el que decir “yo” parece estar ya al alcance de las máquinas.

La raíz del aire, Alfredo Saldaña. Nautilus, abril 2024.

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